Hace 200 años, España estaba a punto de aprobar la primera Constitución de su historia. Francia lo hizo en 1791, Estados Unidos unos años antes. Inglaterra nunca la escribió pero la tenía. A partir del siglo XIX se producen lo que históricamente se conocen como revoluciones liberales focalizadas especialmente en los años 1820, 1830 y 1848. Los liberales europeos lucharon contra monarcas absolutos o déspotas y luego contra los oligarcas que mantuvieron el poder en pocas manos, pese a que libraran de la esclavitud a millones de personas, para sumirlas en el juego maquiavelico de la laissez faire.
200 años después, tras la Revolución en Túnez parece que un fantasma recorre el Norte de África derrumbando dictadores o “Presidentes para toda la vida". Se piden las reformas democráticas y los derechos que, entre otras cosas, no hemos sabido exigir los europeos en nuestros acuerdos previos con estos dirigentes en los que escribíamos una cosa y hacíamos la contraria con la clausula de derechos humanos.
Pero los árabes cuentan con un instrumento de lo más contagioso. Las redes sociales y las nuevas tecnologías. Y es que lo que está extendiendo la epidemia revolucionaria, que ya cuenta con pequeños conatos en Yemen y Jordania, son las TIC y las redes sociales.
Si recordais la Revolución Verde Iraní hace casi dos años, e incluso las protestas de los monjes tibetanos contra China hace tres años, recordaréis como sendos gobiernos decidieron bloquear Google u otras redes sociales como contención de la protesta. Vamos a intentar exclarecer algunas cuestiones de cara a entender qué consecuencias tiene el progreso tecnologico en estos asuntos. Nos valdremos de Charles Tilly y su libro sobre “Movimientos sociales" a partir del caso Filipino en 2001:
Tilly advierte de que, igual que lo hicieron durante los siglos diecinueve y veinte, las innovaciones en las comunicaciones del siglo XXI siempre operan de dos maneras:
Disminuyen los costes de coordinación entre los activistas ya conectados entre sí.
Excluyendo a aquellos que carecen del acceso a los nuevos medios de comunicación, y por lo tanto, incrementando la desigualdad en las comunicaciones.
Además, recuerda que la mayor parte de la actividad de los movimientos –y en este caso es una característica que me aventuro a decir que coincide con este tipo de revoluciones- del siglo XXI continúa dependiendo de una organización local, regional y nacional que ya predominaban a finales del siglo XX (las dictaduras y su oposición). Por lo tanto, conviene evitar el determinismo tecnológico; reconociendo que la mayoría de los nuevos rasgos de los movimientos resultan de cambios en sus contextos sociales y políticos más que de las innovaciones tecnológicas como tales, aunque ayudan.
¿Cómo ayudan? Basicamente, como consecuencia de la globalización, los Estados pierden eficacia para contener los rápidos avances de las comunicaciones, aunque también el conocimiento científico, el tráfico de drogas (Méjico), armas, etc. Charles Tilly describe dos globalizaciones antes que la actual: las mejoras en la comunicación de las anteriores estuvieron en el avance de los transportes por tierra, mar y aire así como el descubrimiento de los combustibles fósiles y nuevas fuentes de energía; además se aumentaron los poderes del Estado a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del XX.
Desde los años ochenta, el Estado no ha hecho sino perder poder, permitiendo al mercado mover el capital libremente por los países.
En conclusión: La reducción de los costes de comunicación unido a la capacidad de conexión entre lugares que comparten intereses propician un aumento en la frecuencia de las campañas que impliquen objetivos iguales o similares simultáneamente en muchos sitios distintos. A esto hemos de unirle la debilidad del Estado para controlar estas comunicaciones y el poder monetario dentro de sus propias fronteras. Las revueltas gracias a redes sociales, también llamadas “smart mobs” son en muchos casos espontáneas, horizontales (menos jerarquizadas), escasamente identificables por servicios secretos o de inteligencia y por lo tanto impredecibles lo que choca con el tipo de comunicación más estática, vertical (jerarquizadas) y lineal de los tiempos en los que Europa producía revoluciones.
En todo caso, Sydney Tarrow recuerda, en la línea de Tilly, que la mayoría de las demandas de los MS dentro y fuera de europa continúan siendo hacia Estados y dentro de los Estados.
Ni las “Smart Mobs”, ni las redes más débiles gozan de la suficiente capacidad para sostener una labor política en defensa de sus programas, como ha demostrado ser acompañante necesario de los repertorios de los movimientos en siglos pasados. Quizá los movimientos se están dividiendo: de un lado los viejos estilos de acción y organización que apoyan la participación política continua en los núcleos de toma de decisiones; en el otro, muestras espectaculares pero temporales de conexión mundial, en gran medida mediada por organizaciones y dirigentes especializados.
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