“El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.”
Seguramente muchos hayan leído algún fragmento del famoso artículo de Ortega, “Delenda est Monarchía”, aunque más comúnmente se conoce como “El error Berenguer”. Evidentemente, aquellos tiempos pasaron y esta monarquía no es la misma que la alfonsina. Al menos, nuestro Rey no quiso apoyar un golpe militar y no se ha convertido en el cómplice de una dictadura política. Podremos ser republicanos o monárquicos. Yo que soy abstencionista en este aspecto quiero utilizar este texto porque creo que es contemporáneo a nuestros tiempos actuales, solo que la crisis a la que nos enfrentamos nosotros es más social y económica, pero también es, precisamente por ésto, política.
No tengo mucho más que añadir a lo que dice Ortega salvo que para comprender el texto es necesario que no pensemos en la Monarquía. Pues, por aquellos entonces, el Rey, como Jefe del Estado, tenía la capacidad de nombrar y cesar Ministros, e incluso de hacer la guerra. Hoy vivimos en un sistema político representativo moderno, competitivo y más abierto. Pero podría serlo más, desde luego. Y esa responsabilidad política y participativa, recae fundamentalmente en nosotros como ciudadanos y en los políticos como representantes. Solo una sociedad civil democrática puede mantener a un Estado Democrático pero, sobre todo, solo un Estado Democrático puede mantenerse si tiene una sociedad civil democrática.
Pensemos entonces qué mensaje nos mandan nuestros políticos cuando comenten actos corruptos, cuando no posibilitan la libertad de expresión dentro de sus partidos o cuando no fomentan la asociación de ciudadanos en la defensa de los intereses propios y comunes. Tenemos un Estado que permite la asociación, es más, es un derecho fundamental. Pero no tenemos, genéricamente hablando, una conciencia democrática plenamente desarrollada ni somos capaces de exigir comúnmente lo que es nuestro. Quizá ni siquiera sepamos qué es nuestro, o más bien, no valoramos hasta que punto tenemos una democracia con unos instrumentos específicos. No reclamamos participar. Y votar cada cuatro años no es toda la democracia.
Precisamente por eso, siguiendo a Ortega, deberíamos tener una clase política que no aspirase a crear ciudadanos desinformados, o individuos sin relaciones sociales basadas en exigencias políticas comunes. No pueden valerse del argumento anterior. No somos tontos. Los derechos individuales de por si están desprotegidos en muchas ocasiones frente a la maquinaria burocrática o empresarial. Los partidos políticos responden cada vez menos a una ideología concreta y a una diferenciación clara. Los sindicatos están excesivamente institucionalizados en el sistema. La defensa de los derechos políticos, civiles o sociales se entiende ahora de una manera más laxa e individualista.
Por eso, Ortega acababa criticando la continuidad de Berenguer, allá por 1930, porque el poder veía la práctica política de su tiempo como algo normal y para Ortega, España estaba, de esta manera, desvertebrada.
Quiero acabar de nuevo con Ortega, así que os dejo leer como acaba su artículo. Y a partir de ahí, saquen ustedes sus propias conclusiones.
“Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!”