La cuantificación tan absoluta de nuestros problemas como
país está llevando a la ciudadanía a un estado de comprensible y lógica indignación
ante el olvido de problemas que son esencialmente humanos. Pero también se conduce hacia
la utilización de un reaccionario ímpetu
frente quienes tienen la iniciativa para
dar solución a los problemas colectivos que, a veces, parece complicado
defender las ideas propias sin caer en la demagogia.
Cada día es más evidente que hemos convertido a la prima de
riesgo, el déficit, las décimas de crecimiento o la inflación en nuestras mayores
preocupaciones cuando la verdaderamente afectada es nuestra “madre” democracia,
aquella que parió los años de mayor libertad y prosperidad que probablemente
haya vivido éste nuestro país. Y es que la continua búsqueda de responsabilidades
sobre la catástrofe, en los demás por supuesto, dificulta bastante la tarea
conjunta de salir de la crisis con meridiana dignidad, es decir, sin dañar
nuestro sistema de derechos y libertades.
Muchos españoles de toda condición, pesimistas ellos, niegan
ahora haber formado parte de esta España a punto de la zozobra a la cual critican
por su sistema de partidos, por la corrupción, etc. Y es verdad, sería de
idiotas negar que España se dirige camino de la ruina moral, económica y
política. La crisis ha puesto de manifiesto el lastre de problemas acumulados
durante este tiempo y de los cuales somos responsables todos los activos como
país: los agentes económicos y sociales, el gobierno, la oposición, la banca,
los partidos en general y también las
personas, los ciudadanos de a pie. Y se me critica mucho por añadir este
apéndice, pero su no consideración me parece lo más cercano a la desidia
colectiva.
Todos hemos contribuido a este desenlace y sería de
agradecer un debate serio y extendido sobre cómo hemos llegado hasta aquí. La conclusión
a dicho debate debe ser el camino de las responsabilidades que todos tenemos
ahora para salvar nuestro presente y el futuro alimentando una actitud nueva que
nos devuelva la autoestima.
Pienso que el ejemplo de esa nueva actitud hay que buscarlo
en nuestra reciente historia. Creo que los Pactos
de la Moncloa significaron, o al menos así lo dice la mayoría de la literatura “de aquí y allá”, un
paso importante en nuestra imagen como país. Nos desprendimos de los complejos
para salir a flote sin que nos ayudaran más de lo necesario. La generación de
mis padres se puso una meta, un reto
generacional que ha funcionado, bien o mal, la friolera de 30 años. La
lucha por alcanzar ese reto nos ha permitido a muchos jóvenes de ahora -y
jóvenes entrados en edad- disfrutar de una sociedad de bienestar, con educación
universal y gratuita en el peor de los casos, atención sanitaria para todos,
pensiones garantizadas y demás prestaciones sociales.
Ahora bien, parece
que la prosperidad relajó demasiado nuestra moral y nuestro compromiso social y
político. Como si aquel reto hubiera agotado nuestras posibilidades creativas e
innovadoras para dar salida a nuestra ahora declarada podredumbre, o a unas prácticas
políticas, sociales y económicas corruptas que nunca llegaron a extinguirse. Parece
que hubiéramos pensado que las cosas, aunque las uses mucho, no se estropean,
como se estropea un electrodoméstico o un coche, o un organismo. A nosotros eso
no nos podía pasar. Ahora que finalmente ha pasado acudimos a la “autodepredación”.
Y aquí estamos ahora. Buscando nuestro reto generacional.
Desentrenados, despistados entre
herencias recibidas y trastos que arrojar mientras el camino hacia ese reto
vuelve ser el mismo: sentarnos juntos a decidir hacia donde queremos caminar,
manteniendo lo esencial, como si fueran nuestros primeros pasos, pero de la
mano.